TECNOLOGÍA
DIGITAL
Entró en su
habitación y cerró el pestillo.
No había nadie en
casa pero quería cerrar, proteger su curiosidad, proteger su adolescencia ya
florecida.
Sería la medianoche.
La hora del ángelus negro. Sus padres habían ido a cenar fuera, a un homenaje
que se le hacía al presidente del partido conservador tras la conferencia
pronunciada en la pequeña ciudad.
Hija de un
constructor y una madre aún joven y elegante, vivía en una casa acogedora y de
ambiente cálido, como no podía ser de otra forma en un piso en que todas las
habitaciones estaban forradas de madera.
Había estado viendo
la televisión mientras en la calle el invierno silbaba, desangelado al no poder
penetrar en aquella casa que mantenía su calefacción al rojo vivo.
Se había dejado
besar por Jaime aquella tarde y notaba aún el profundo rubor que había sentido
no sólo en las mejillas; también el rubor hizo sonrojar su cuerpo entero.
Y todo lo había
percibido extrañamente, muy extrañamente.
Ello, unido a
algunas escenas procaces de la película que daba la tele la tenían en un
descorazonador estado de ansiedad.
Su situación
familiar -hija única-, su situación social -familia enriquecida en poco tiempo
y con cultura tradicional- y su educación religiosa -estudiaba en un colegio
privado-, habían hecho que milagrosamente hubiera atravesado años, pandillas y
noviazgos de verano sin que se enterara de todo lo que ocurría a su alrededor;
en el mundo.
Intuía, oía,
percibía, espiaba, captaba, quería... pero nada; aunque algo pasaba. Su
inquietud interior había roto las fronteras y se percibía fuera.
Ella misma lo
notaba. Se levantaba a por una coca, se sentaba; volvía a pasarse por el cuarto
de baño, se sentaba; se estiraba para coger una revista. se ponía bien, se
estiraba ahora para coger un libro...
El libro estaba allí
por esas cosas que ocurren en las ciudades pequeñas. Se titulaba
"Zamoramientos" y su madre lo había comprado porque conocía a una
amiga que conocía mucho al autor. Lo ojeó. Había oído comentar en casa
"este tío, qué burradas dice", y esa frase despertó el apetito de su
curiosidad.
Pasaba las hojas
deprisa en busca de "las burradas". Su incandescencia vital y la
excelente temperatura de la habitación hacían que desde unos minutos antes el
albornoz se hubiera abierto sobre el sofá y que el cuerpo, a punto de acabar de
hacerse, apareciera desnudo.
Encontró un pasaje,
"El caballito de mar". Lo leyó a cámara lenta... "algo sublime
debe tener la mujer cuando la naturaleza le ha dotado de un órgano pura y
exclusivamente para obtener placer"... "Allí, como en un templo
sagrado, rodeado de misteriosos pliegues, en la parte más íntima de su ser,
donde todo es bello y subyugante, está él".
Volvió a leer.
Aquello encajaba con lo que había oído aquí o allá, lo que había captado en
esto o aquello, lo que sentía que le ocultaban por esto o por lo otro.
Dotada de una
determinación súbita apagó todo para irse a su habitación. Al cerrar el
pestillo agradeció que su madre hubiera querido que aquel cachivache estuviera
allí, protegiendo.
El dormitorio era
pequeño, la cama pegada a un rincón, las paredes en madera, bien decoradas.
Colocó la silla de la mesa de estudio frente al lateral de la cama y en la
silla el espejo grande de tocador que alguien le había regalado.
Se sentó al borde de
la cama, frente al espejo. Pensó un poco. Abrió el albornoz, abrió las piernas,
separó los muslos. Allí vio su vulva, como una hermosa fotografía viviente.
Se levantó y dispuso
el flexo de forma que la iluminara. Ahora la intimidad reflejada era radiante,
hermosa, bella. Un coño tembloroso, abierto, vibrando con el ritmo del miedo,
al son de una imprecisa ansiedad.
Por su morfología y
su edad, aunque ya estaban allí todos los pelos de la pubertad, nada ocultaban
de aquella hendidura que, abierta, era fruta de vida.
Bajó las manos, y
juntas, como si tuvieran temor de hacerlo solas, se frotó la zona púbica.
Con mucho cuidado,
con mucha prudencia, con mucho miedo.
La desazón, que le
había acompañado en tantos días aislados y en las últimas horas, se
transformaba extrañamente, aumentando por un lado pero aliviándola por otro.
Las manos le
aliviaban. Notó calor. Se quitó del todo el albornoz, y al volver a disponerse
en la agradable postura anterior, sintiéndose "un poco loca" se puso
a acariciar las tetas, ya algo grandes para su edad.
A medida que
masajeaba su carne y sus pezones se notó más y más sofocada.
Era el mismo rubor
total que le habían provocado los abrazos y los besos de Jaime; pero ahora lo
sentía más claro, no le asustaba; ahora el rubor la invitaba a seguir.
Miró en el espejo su
coño mientras se pellizcaba con fuerza el par de pezones negros y grandes de
sus juveniles senos.
Le parecía que si se
los apretaba con fuerza iba a pasar algo. Y siguió y siguió.
Entonces creyó ver
que su raja abierta, desplegada apasionadamente ante sí misma, le brillaba.
Bajó una mano, se
tocó y notó una gran humedad ocupando toda su horquilla de sexo. Sorprendida,
decidió empezar.
Los dedos de su mano
tocaban y pulsaban milímetro a milímetro, micra a micra, todo aquel misterio de
pliegues, de labios mayores y menores, de superficies rugosas y superficies
lisas, de colores parduscos y colores rojizos, de embrujo e hipnosis.
La humedad le
inundaba ya los dedos, pero no acababa de descubrir dónde estaba, cómo era,
quién era, ese órgano de placer que ella como futura mujer debía de tener.
O es que aún era muy
joven... tal vez aún a su edad no se tiene clítoris...
Si seguía ahí parece
como si aumentara esa enloquecida comezón.
Manejó bien los
dedos, centrándose en esa caricia que le gustaba cada vez más. Descubrió la
excitación. Ver en el espejo cómo su mano "trabajaba" su propio coño
le produjo frenesí, y a consecuencia de ello, al mismo tiempo que comenzaba a
restregarse las tetas y los pezones con locura, los dedos que la seducían
metidos en la vulva tomaron un vaivén delicioso, profundo e imparable, que la
llevaron corriendo y de la mano hasta allá.
El calor le estalló
entre las piernas y le inundó el vientre, los muslos, los pechos, los hombros,
el cuello, la cara, la boca, la boca, la boca.
Cayó hacia atrás;
los dedos siguieron y dio un grito que no ahogó.
Y luego otro; los
dedos siguieron y gimió fuertemente, hasta otro oleaje que la hizo gritar aún
más fuerte. Siguió, sintiéndose ahora muy bien.
Estuvo un rato asombrada,
maravillada, eufórica, pensando, contenta con su cuerpo.
Al cabo de unos
minutos volvió a probar... y de nuevo el cosquilleo, el deseo, la excitación,
el cuerpo, la vida, el placer, el orgasmo.
Inundada de orgasmos
gritó con fuerza. Se sentía plenamente feliz.
Paco Molina. Zamora
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