LA
DONCELLA ESPOSA
"Y esa soy yo antes de operarme la nariz"
Vicenta recordaba la
frase y el momento en que su señorita se la dijo. No podía dormirse y, no es
que aprovechara para pensar, es como si fuera su cabeza la que se aprovechara
de la situación para ponerse a repasar el día, casi contra la voluntad de ella.
Fuera de la cama, el
frío. Era un frío de madrugada, que como cada noche de aquel crudo invierno
había buscado techo en aquella casa que apenas lo combatía con una estufa de
butano.
¡Qué dolor de cabeza
le levantaba a Vicenta el butano! No estaba sola en la cama pero se sentía como
si lo estuviera. Su marido era gordo. Había echado barriga, pero no de comer
bien, simplemente debía deberse a la dieta forzada, a base de patatas viudas,
con que tenían que amortiguar el paro de él
El paro de él, ¡qué
angustia!, había sido como un adulterio que hubiera distorsionado toda la
familia.
Antúnez, como ella
solía llamarlo, no era el que fue su novio, bueno, trabajador, algo feo y
tocón. Su carácter era violento, dedicaba el día a beber cerveza (eso también
engorda) y holgazanear (su único esfuerzo consistía en intentar ganar al tute
en el bar); su aspecto era sucio en consonancia con la realidad, se aseaba poco
y a Vicenta, que un día le amó, le daba asco.
Ni había amor ni
hacían el amor; lo que hacían, cuando hacían algo, era que él, impulsado por el
sopor del alcohol, de siglo en siglo, se ponía sobre ella y Vicenta para evitar
la bronca le dejaba hacer, colocaba el miembro entre los muslos y mientras él
gruñía junto a sus fofos y caídos pechos, esperaba paciente a que aquel sucio
líquido que le dio dos hijos saliera de una vez.
Sus hijos eran lo
que le animaba a seguir, decía Vicenta, porque lo había oído en alguna parte y
más de una vez, pero en realidad no era cierto, sin ser malos chicos la mataban
a disgustos, estudiando poco, destrozando zapatos, contestándole cuando les
reñía, sin pisar por casa, ...
Le dolía la cabeza y
tenía ganas de gritar. Tal vez llorar le aliviaría, era lo que le pedía el
cuerpo, llorar sin parar, hasta que aparecieran sus padres y la consolaran,
llorar sin parar, hasta que apareciera su primer novio y le regalara flores,
llorar sin parar, hasta que las lágrimas borraran el mundo, su mundo.
Pero de su cerebro
salían órdenes de no llorar. Absurdo, porque además Vicenta no era orgullosa,
¿por qué habría de serlo?
Siempre se vio fea,
culona y muy velluda; menos mal que le encantaba bailar y eso le hizo no
perderse ni una de las fiestas de su pueblo, ni de los de alrededor.
En un baile supo que
podía gustar; tanto él como ella eran unos pipiolos, pero él le regalaba
flores, las iba cogiendo por el camino cuando la iba a buscar los domingos y
fiestas de guardar.
Luego se hizo novia
de Antúnez, porque su primer amor hacía años que había cumplido la misión de
todos los primeros amores, hacer de la adolescencia algo entrañable y
desaparecer.
Antúnez era como
ella, de poca estatura, estuvieron de novios sus buenos seis años, que, chasco
para ella, después de tanto avergonzarse de un noviazgo tan largo, ahora
resultaba que fueron los mejores años de su vida: hacía corte y ayudaba a su
madre en la casa, tenía novio, iba al cine, seguía los programas favoritos de
la tele y ocasionalmente se masturbaba sin saberlo, cuando él la había tocado
tanto que luego ella, por la noche, no conseguía cerrar los ojos.
Hoy sería incapaz de
volver a bajar sus manos al coño y agarrárselo con fuerza, mano sobre mano y
apretando esperar, hasta que le venían aquellas extrañas sacudidas que tanto le
aliviaban, trayéndole el sueño.
Se había tenido que
poner a servir hacía cuatro meses, al ver que el dinero faltaba en casa. Vivían
en Zamora, donde él había trabajado en una fábrica de dulces. A través de la
propia empresa ella había encontrado una buena casa y los señoritos habían encontrado
una sirvienta de confianza.
I
Cuando acabó de
vestirse y se disponía a salir hacia la casa en la que estaba de asistenta por
horas, se sintió que iba sucia.
En su casa no había
facilidades para el aseo corporal, pero es que además ella se sentía una
derrotada social, y nada le movía a cumplir las mínimas normas para ser bien
considerada.
Encima, tenía la
regla. Ya no usaba compresas, lo hacía para ahorrar, e incluso había
desempolvado la antigua costumbre de su abuela de utilizar unos paños
específicos para dicho uso.
Aún recordaba, entre
toda la ropa tendida, los tres o cuatro trapos que desconcertaban su inquieta
curiosidad que pretendía repasar todo lo que sus ojos veían en las cuerdas.
Estaba deseando que
pasaran los dos años que le separaban de los 45, para que se le retirara la
menstruación. Siempre había creído que la menopausia llegaba a una edad fija,
los 45 años, lo mismo que llega la jubilación, pero es que incluso imaginaba la
vida, tras ese momento, como una jubilación de la esclavitud sexual.
Después que se
retire la regla ya no se pueden tener relaciones, había oído, y eso le
apetecía... así Antúnez le dejaría de babear.
Y el caso es que, en
cuanto traspasaba la puerta, no ya de la casa, sino sólo la del portal, se
sentía extraña. El lujo le producía una sensación indescifrable, misteriosa y,
curiosamente, corporal.
Aquel día, el
aliento de buena temperatura que la envolvió al entrar, le hizo hasta
ruborizarse de lo a gusto que se encontró.
El señor la saludó
feliz. Qué atractivo, inteligente y elegante era el señor. Y encima más
simpático y más joven que Antúnez.
Cómo le hubiera
gustado ser querida por un hombre así, pero... qué tonta era, esos hombres no
estaban hechos para ella.
- “Hola Vicenta, los
que se van a duchar te saludan”- Le dijo el niño, que para tener doce años era
muy despierto y utilizaba la toalla como toga.
Sus señoritos
tenían, no dos hijos, tenían la parejita.
Allí, en la casa
donde servía Vicenta, todo era como un sueño, no faltaba nada, se respiraba
éxito, había felicidad; el contraste de aquel hogar con la familia de Vicenta
era un contraste feroz.
III
Llevó a la niña al
colegio, hizo la compra, y al volver, como era costumbre, entró en la
habitación a despertar a Angélica, la señora.
Hasta el nombre le
gustaba, pensaba Vicenta, recordando que el suyo era otra de las cosas que le
habían hecho considerarse "con mala suerte en la
vida.
A Angélica no le
faltaba nada que una mujer pudiera desear para sí misma.
Hasta al levantarse
parecía salir, en vez de la cama, de las páginas de VOGUE. Vicenta sintió
envidia.
IV
Recordó que el
primer día que descubrió que en su interior crecía la envidia, fue aquel en que
al oírles decir, en una cena de matrimonios, que lo peor que podría pasar era
que Izquierda Unida entrara en el Ayuntamiento, ella decidió votar a ese grupo.
Su marido votaba al
PSOE porque decía que era un partido obrero y le ordenaba que hiciera lo mismo,
pero ella esta vez votó a Izquierda Unida, sólo para hacer daño a sus jefes y a
ese mundo de sus jefes al que todo parecía salirle siempre bien.
Es más difícil que
un rico entre en el reino de los cielos que un camello pase a través del ojo de
una aguja.
Recordó de repente aquello
que le oyó al cura del pueblo cuando la preparaba, junto con los niños de su
quinta, para la primera comunión.
Ja.
Ya lo creo que es difícil para los ricos entrar en el cielo ¡como que ya están allí!
Pensó socarrona.
V
Mientras Angélica se tomaba un baño, Vicenta
ordenaba, como era costumbre ya, el dormitorio.
Al recoger algo del
suelo, entre un papel estrujado había un preservativo que se deslizó obsceno,
dejando escapar su licuado contenido.
Vicenta, mirando la
cama, imaginó la apasionada noche de amor que seguro habían tenido sus señores.
Recordó el cine y
tantas historias de grandes amores que se realizaban entre besos y abrazos. Sin
embargo, ella miraba atrás y difícilmente localizaba la última noche en que
sintió amor, pasión y sexo.
Pijamas de seda,
sábanas de satén, una buena temperatura,... aquel dormitorio era para Vicenta
como un santuario para el amor.
VI
Angélica regresó del
baño. Era una diosa y Vicenta, una vez más, al verla se sintió poca cosa, llena
de turbación y envidia.
Guapa, rica,
inteligente, simpática y feliz, para cualquiera y siempre, estaría claro quién
de las dos era la criada. Aquel día sin embargo notó algo que no había sentido
otras veces, estaba llena de agresividad.
Desde el día
anterior y toda la noche le había estado dando vueltas al tema.
VII
Odiaba el turrón
duro. Le recordaba la Navidad, una época de obligada felicidad en que tenía que
trabajar el doble y gastar el triple para conseguir una alegría de plástico en
su casa, pero además el turrón duro le recordaba que tenía la boca llena de
caries y que no había podido tomarlo con placer desde hacía años.
"¡Maldito
turrón duro!, ya está aquí de nuevo".
- Vicenta, ¿qué
tiempo hace?, no sé qué ponerme-.
Se volvió con fuerza
y furiosa, no podía más; Angélica había entrado a la cocina en ropa interior.
Vicenta la golpeó una, dos y hasta tres veces, con precisión y energía.
Fueron golpes secos,
asestados todos en el mismo sitio. Que los ricos tengan todo había sido hasta
entonces digerible para Vicenta, pero que hasta pudieran, siendo feos, dejar de
serlo, había sido para ella insoportable.
El día anterior su
señorita, gentil como de costumbre, le había mostrado una foto de cuando era
joven; tenía una nariz horrorosa, era una chica fea.
Aquella preciosidad
había sido fea, pero hoy, gracias a que contó con dinero y medios para una
operación, consiguió cambiar su destino.
Todo aquello, la
existencia de tanta suerte y poder en manos de unos pocos, le resultó una burla
inaguantable a Vicenta y, tomando la tableta del odiado turrón duro, golpeó a
Angélica con inusitada violencia y puntería en la nariz, rompiéndosela.
Pero Vicenta no pudo
disfrutar tampoco del placer de la venganza, porque Angélica, que era del OPUS,
aun consciente de la fractura de su nariz la perdonó.
Paco
Molina. Zamora. Años 80 del siglo XX
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