domingo, 5 de abril de 2020

TECNOLOGÍA DIGITAL (De mi libro CUENTOS INTERRUPOTUS. IDEALES PARA ADULTUS


TECNOLOGÍA DIGITAL

Entró en su habitación y cerró el pestillo.

No había nadie en casa pero quería cerrar, proteger su curiosidad, proteger su adolescencia ya florecida.

Sería la medianoche. La hora del ángelus negro. Sus padres habían ido a cenar fuera, a un homenaje que se le hacía al presidente del partido conservador tras la conferencia pronunciada en la pequeña ciudad.

Hija de un constructor y una madre aún joven y elegante, vivía en una casa acogedora y de ambiente cálido, como no podía ser de otra forma en un piso en que todas las habitaciones estaban forradas de madera.

Había estado viendo la televisión mientras en la calle el invierno silbaba, desangelado al no poder penetrar en aquella casa que mantenía su calefacción al rojo vivo.

Se había dejado besar por Jaime aquella tarde y notaba aún el profundo rubor que había sentido no sólo en las mejillas; también el rubor hizo sonrojar su cuerpo entero.

Y todo lo había percibido extrañamente, muy extrañamente.

Ello, unido a algunas escenas procaces de la película que daba la tele la tenían en un descorazonador estado de ansiedad.

Su situación familiar -hija única-, su situación social -familia enriquecida en poco tiempo y con cultura tradicional- y su educación religiosa -estudiaba en un colegio privado-, habían hecho que milagrosamente hubiera atravesado años, pandillas y noviazgos de verano sin que se enterara de todo lo que ocurría a su alrededor; en el mundo.

Intuía, oía, percibía, espiaba, captaba, quería... pero nada; aunque algo pasaba. Su inquietud interior había roto las fronteras y se percibía fuera.

Ella misma lo notaba. Se levantaba a por una coca, se sentaba; volvía a pasarse por el cuarto de baño, se sentaba; se estiraba para coger una revista. se ponía bien, se estiraba ahora para coger un libro...

El libro estaba allí por esas cosas que ocurren en las ciudades pequeñas. Se titulaba "Zamoramientos" y su madre lo había comprado porque conocía a una amiga que conocía mucho al autor. Lo ojeó. Había oído comentar en casa "este tío, qué burradas dice", y esa frase despertó el apetito de su curiosidad.

Pasaba las hojas deprisa en busca de "las burradas". Su incandescencia vital y la excelente temperatura de la habitación hacían que desde unos minutos antes el albornoz se hubiera abierto sobre el sofá y que el cuerpo, a punto de acabar de hacerse, apareciera desnudo.

Encontró un pasaje, "El caballito de mar". Lo leyó a cámara lenta... "algo sublime debe tener la mujer cuando la naturaleza le ha dotado de un órgano pura y exclusivamente para obtener placer"... "Allí, como en un templo sagrado, rodeado de misteriosos pliegues, en la parte más íntima de su ser, donde todo es bello y subyugante, está él".

Volvió a leer. Aquello encajaba con lo que había oído aquí o allá, lo que había captado en esto o aquello, lo que sentía que le ocultaban por esto o por lo otro.

Dotada de una determinación súbita apagó todo para irse a su habitación. Al cerrar el pestillo agradeció que su madre hubiera querido que aquel cachivache estuviera allí, protegiendo.

El dormitorio era pequeño, la cama pegada a un rincón, las paredes en madera, bien decoradas. Colocó la silla de la mesa de estudio frente al lateral de la cama y en la silla el espejo grande de tocador que alguien le había regalado.

Se sentó al borde de la cama, frente al espejo. Pensó un poco. Abrió el albornoz, abrió las piernas, separó los muslos. Allí vio su vulva, como una hermosa fotografía viviente.

Se levantó y dispuso el flexo de forma que la iluminara. Ahora la intimidad reflejada era radiante, hermosa, bella. Un coño tembloroso, abierto, vibrando con el ritmo del miedo, al son de una imprecisa ansiedad.

Por su morfología y su edad, aunque ya estaban allí todos los pelos de la pubertad, nada ocultaban de aquella hendidura que, abierta, era fruta de vida.

Bajó las manos, y juntas, como si tuvieran temor de hacerlo solas, se frotó la zona púbica.

Con mucho cuidado, con mucha prudencia, con mucho miedo.

La desazón, que le había acompañado en tantos días aislados y en las últimas horas, se transformaba extrañamente, aumentando por un lado pero aliviándola por otro.

Las manos le aliviaban. Notó calor. Se quitó del todo el albornoz, y al volver a disponerse en la agradable postura anterior, sintiéndose "un poco loca" se puso a acariciar las tetas, ya algo grandes para su edad.

A medida que masajeaba su carne y sus pezones se notó más y más sofocada.

Era el mismo rubor total que le habían provocado los abrazos y los besos de Jaime; pero ahora lo sentía más claro, no le asustaba; ahora el rubor la invitaba a seguir.

Miró en el espejo su coño mientras se pellizcaba con fuerza el par de pezones negros y grandes de sus juveniles senos.

Le parecía que si se los apretaba con fuerza iba a pasar algo. Y siguió y siguió.

Entonces creyó ver que su raja abierta, desplegada apasionadamente ante sí misma, le brillaba.

Bajó una mano, se tocó y notó una gran humedad ocupando toda su horquilla de sexo. Sorprendida, decidió empezar.

Los dedos de su mano tocaban y pulsaban milímetro a milímetro, micra a micra, todo aquel misterio de pliegues, de labios mayores y menores, de superficies rugosas y superficies lisas, de colores parduscos y colores rojizos, de embrujo e hipnosis.

La humedad le inundaba ya los dedos, pero no acababa de descubrir dónde estaba, cómo era, quién era, ese órgano de placer que ella como futura mujer debía de tener.

O es que aún era muy joven... tal vez aún a su edad no se tiene clítoris...

Si seguía ahí parece como si aumentara esa enloquecida comezón.

Manejó bien los dedos, centrándose en esa caricia que le gustaba cada vez más. Descubrió la excitación. Ver en el espejo cómo su mano "trabajaba" su propio coño le produjo frenesí, y a consecuencia de ello, al mismo tiempo que comenzaba a restregarse las tetas y los pezones con locura, los dedos que la seducían metidos en la vulva tomaron un vaivén delicioso, profundo e imparable, que la llevaron corriendo y de la mano hasta allá.

El calor le estalló entre las piernas y le inundó el vientre, los muslos, los pechos, los hombros, el cuello, la cara, la boca, la boca, la boca.

Cayó hacia atrás; los dedos siguieron y dio un grito que no ahogó.

Y luego otro; los dedos siguieron y gimió fuertemente, hasta otro oleaje que la hizo gritar aún más fuerte. Siguió, sintiéndose ahora muy bien.

Estuvo un rato asombrada, maravillada, eufórica, pensando, contenta con su cuerpo.

Al cabo de unos minutos volvió a probar... y de nuevo el cosquilleo, el deseo, la excitación, el cuerpo, la vida, el placer, el orgasmo.

Inundada de orgasmos gritó con fuerza. Se sentía plenamente feliz.

Paco Molina. Zamora

No hay comentarios:

Publicar un comentario