jueves, 25 de mayo de 2017

FELIPE MONTOYA MORENO.


FELIPE MONTOYA MORENO.

Entre las virtudes de la inteligencia superior de Felipe estaba su ilimitado sentido del humor.

En esa línea, una de sus guasas era irse el último de las reuniones o encuentros de amigos (y recomendarnos a los demás que hiciéramos lo mismo), porque de lo contrario, según él y su humor de calidad, los demás hablaríamos mal de él, tal y como suele hacerse con quien se ausenta primero de un grupo.

La maldita mala suerte ha querido que él sea el que primero se ha ido, y ahora toque hablar, qué cosas, bien de él; que aunque lo merece y de sobra, no querríamos tener que hacerlo en estas circunstancias

Murió una extraordinaria persona. Alguien fundamentalmente especial. Persona distinta.

Ingeniero Industrial, trabajó en la empresa privada; y tras descubrir lo que es y distingue, al dinero de la calidad de vida, se pasó con armas y bagajes a la Enseñanza.

Lo conocí cuando casado con su inmejorable esposa (Teresa Santacana Gómez) eran ambos profesores de la Universidad Laboral de Zamora.

Ella daba clases de Física y Química, y él de su materia (Mecánica y Mecanismos) en la Escuela de Ingeniería Técnica Industrial del propio centro.

Aunque los dos acabaron en Valladolid, pues al integrarse las Universidades Laborales donde debían (Ministerio de Educación) ella pasó a un instituto de allí y él a la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Industriales de la Universidad de Valladolid.

Ambos como catedráticos, él tras su tercera oposición, pues no en vano hubo de añadir a la de las Laborales, la de Profesor Titular de Universidades y la de Catedrático de Universidad.

Esto ocurrió  a finales de los años 80 del Siglo XX.

Pero antes, cuando los conocí, conviene saber que en las Universidades Laborales (únicamente 21 en toda España) se impartían estudios de Bachillerato, FP y diversas ingenierías o estudios universitarios de 3 cursos (carreras técnicas o peritajes).

Y que la de Zamora aún la regentaban los Salesianos.

Felipe Montoya reunía una serie de condiciones tan humanas que lo hacían destacar por su gran excepcionalidad.

Baste, en mi caso, citar 3 anécdotas que permitirán (re)conocerlo mejor y hacer que permanezca más tiempo en la memoria de todos.

Cosa buena en si porque nos será positivo querer ser como él fue.

Cuando llegué a la Universidad Laboral (1977), Teresa Santacana, Jaime Santo Domingo (otra gran persona) y él, constituían un tándem de amistad (que se completaba espléndidamente con Charo, la mujer de Jaime, que se dedicaba también a la docencia aunque no en nuestro centro).

Pasados unos meses del comienzo de mi primer curso en dicho (y dichoso) lugar, un día Jaime me indica que le gustaría hablar conmigo en privado.

Así lo hacemos, sin tener yo idea de por dónde iba a ir la cosa, pero encontrándome después con lo que para mí era el primer caso de la Historia (al menos mía), de que alguien me declarara su deseo de amistad.

Pues así fue, ya que, para mi sorpresa e infinita satisfacción, Santo Domingo me planteó lo siguiente.

Que él iba como embajador del grupo ya mencionado, y quería decirme que ellos, tras observar lo que yo decía en los claustros, sala de profesores, y supongo que en los pasillos, habían decidido que querían que los aceptase como amigos (o que pretendían que quisiese ser su amigo).

La conclusión era sumamente grata para mí en cualquier versión; y no sólo dije SÍ, a esa declaración, sino que además busqué esa amistad.

En toda esta anécdota, Felipe Montoya, sin duda, tuvo una gran importancia para configurar la base de tal razonamiento, propuesta y despropósito genial (por lo poco común del asunto).

Y no es que Felipe necesitara buscar amigos, que dado su carácter, forma de ser y lealtad a las personas, fue aumentando el número de sus seguidores de carne y hueso hasta convertir su “adiós”, en un acto de confirmación de su valía impagable.

Otra anécdota que lo perfila, tuvo que ver con su apuesta por una enseñanza que respete al alumnado.

En la Universidad Laboral (de Zamora) se impartían estudios de Bachillerato, Formación Profesional (nivel I y II) e Ingeniería Técnica Industrial.

Felipe Montoya, en cuanto que Ingeniero Superior Industrial, había sido contratado y había aprobado las oposiciones:  fundamentalmente para enseñar a los alumnos de Ingeniería.

Pero un curso resultó que él (y no recuerdo si algún otro) no tenía horas suficientes para completar su horario con clases de Ingeniería. Entonces el estaff directivo rechazó otras alternativas, y dos ingenieros se vieron obligados a dar clases a alumnos de FP I.

El problema para Montoya era qué, ¿cómo iba a dar él con solvencia, clases de una materia que no sabía, y que incluso aprendiéndola, nunca la dominaría pues se trataba entre otras cosas de enseñar a limar (con lima)?.

No obstante y tras un curso de continuas denuncias, él cumplió con su deber.

Pero habiéndole indicado su deber que no había derecho a que a los alumnos no se les pusiera el mejor tipo de profesorado, y entendiendo que ellos sabían más que él (el profesor) optó por darles a todos “sobresaliente”.

Tal medida, ingeniosa y no dolosa, amén de reivindicativa, no podía ser soportada por el alto mando de las 21 Universidades Laborales (que entonces eran un organismo autónomo incrustado en el Ministerio de Trabajo).

En consecuencia le abren un expediente informativo (esos procesos que si resulta que te consideran culpable, te castigan).

Pero todo acabó bien, porque Montoya tenía razón, porque la medida usada para la protesta era sorprendente e inocua, y porque la cantidad de apoyos, incluso escritos, que tuvo Felipe (dándole la razón y dándole la amistad) hicieron ver a quien correspondiera que era mejor dejar las cosas estar, y utilizar a cada cual para enseñar lo que mejor pudiera enseñar según sus conocimientos.

Fue Felipe Montoya una bella persona, un brillante profesor, un valiente profesional, un audaz reivindicalista.

Y vamos a ahora con la anécdota que refleja, de las que conozco y recuerdo, ese espíritu de buena persona, de hombre cálido, de amigo hermano.

En 1979 yo he sufrido un shock anafiláctico. Todo indica que algún medicamente me produjo ese peligroso síntoma de alergia. Por tanto hay que ir a Valladolid a hacerme unas pruebas.

En la citación médica no quedan muy claros los pormenores de las mismas, deduciéndose únicamente que debía de acudir acompañado de alguien que haría de testigo y con la espalda lavada.

Pues bien al contar esto a mis amigos, él, mi amigo Felipe Montoya, se ofreció como un rayo (a acompañarme).

Feliz y contento por su reacción, tan veloz y desinteresada, reímos sobré quien de los dos era el que debía llevar la espalda lavada, cosa que no quedaba clara como se dijo.

Y como el problema no era mayor, ya que solíamos ir por la vida con la cabeza bien alta y la espalda aseada, allí nos fuimos el día convenido. Llenos de intriga, todo hay que decirlo.

Y razón teníamos en intrigarnos, pues:

A mí me extrajeron sangre del brazo como se hace ante una analítica convencional.

Para luego, con esa sangre, ir (en otro habitáculo claro) contra Felipe; que al final era quien debería llevar la espalda lavada, porque le pincharon en ella unas 10 veces en lugares diferentes, depositando en cada uno de los agujerillos que le hacían, una gota de la que resultó mi pocha sangre.

Posteriormente, para saber a qué medicinas era yo alérgico, depositaron en la espalda de Montoya, en cada uno de los 10 agujeros de su espalda cargados con mi sangre, diez sustancias medicinales distintas. O sea que le abandillearon más de 20 veces.

Era para ver cómo reaccionaba yo (mi sangre) a cada tipo de medicina; pero todo sobre la espalda de Felipe.

Para colmo, todas dieron la correspondiente reacción, lo que afortunadamente, según él, no le afectó, ni en el presente aquel, ni en el futuro venidero.

Aunque si obtuvo una medalla más a su valentía como buena y entregada persona.

Éste era Felipe Montoya, alguien genial, que como tal hizo felices a quienes le rodeaban, por lazos familiares o de amistad y compañerismo; y sobre todo a su compañera Teresa Santacana, que tuvo la inmensa suerte de vivir, disfrutar, soñar, reír y cantar, con un hombre de esos que de cada varios millones sale uno, si es que sale o no se estropea.

Él no se estropeó, es más, mejoraba día a día, con su humor, con su  hidalguía.

Lo cierto es que ella se lo mereció, lo mismo que él la mereció a ella, a la que supo buscar, a la que supo encontrar, a la que supo mimar, sabedor de que tenía una joya.

Felipe Montoya la abrazó a ella, nos abrazó a todos, con sus largos brazos de inteligencia y ternura.

Qué gran persona. Inolvidable Felipe Montoya Moreno. Caballero del alma, entrañable amigo.

Paco Molina. Zamora. Mayo del 2017.


1 comentario: