viernes, 2 de diciembre de 2011

Consuélate con EL CONSOLADOR


                                               EL     CONSOLADOR



De vez en cuando aparecía un anuncio en revistas de distinto género. Eran los años que bordeaban al 70 y siguientes. Como el reclamo era pequeño solía figurar en una página junto con otros de relojes de cuco, quitamanchas mágicos o mini proyectores de cine. De él llamaba la atención su abstracción, era un anuncio abstracto. Consistía en una cara femenina dibujada, que sobre su cuello apoyaba el objeto.  Éste era como un misil a escala 1:100.000, añadiendo la leyenda: “VIBRATOR. Proporciona un agradable masaje aliviando la tensión muscular”.



                                                           I

            Esther estaba pasando una larga temporada en el pueblo, en casa de su abuela. Su tía había solicitado el Vibrator por correo (única forma de conseguirlo). Sufría fuertísimos y frecuentes dolores de cabeza, y consideró, tras ver la propaganda, que a lo mejor era un remedio útil para su caso. Cuando llegó aquel cilindro blanco, estriado, con cabezal liso en forma de punta de bala de mortero, inmediatamente le dio el uso para el que fue adquirido. La tía de Esther, llena de pueblo, llena de soltería y llena de represión- la de la época-, aplicó el vibrador en su cuello y nuca, tratando de aliviar esa posible rigidez muscular que la atormentaba, y contra la que parecía que no podían las aspirinas.

            Como el  Vibrador no fue mano de santo, Esther oyó a su tía soltar un discurso sobre la cantidad de estafadores que había, que aquello no servía para nada, y que la verdad era que, “Franco ya no era lo que era”, porque a estas personas que venden cosas que luego no servían para nada debían  meterlas en la cárcel.

            Así, el Vibrador pasó a ser uno de esos múltiples objetos que hay en todas las casas y nadie sabe donde están, porque donde de  verdad están es en el olvido y allí nadie busca nada.



                                                           II

            Esther tenía 17 años y lo que hacía en el pueblo era recuperarse de una tosferina. Para no aburrirse devoraba libros como una cosaca que aspirara al Nobel de literatura. Resultaba además que en aquella casa de sus antepasados había una importante biblioteca familiar, con ejemplares de todo tipo y distintas épocas.

            Son muchas las personas que en las novelas buscan vidas que llenen las suyas, y sobre todo que las llenen de aquello de lo que están vacías, por eso, cada vez más, y sin saberlo ni quererlo saber, Esther buscaba narraciones fuertes, con amor y pasiones.

            Cuando llegaba a determinados pasajes notaba llenársele los pechos de ansiedad, y cada vez con más precisión, descubrió que la extraordinaria humedad que sentía entre los muslos, era consecuencia de la secuencia de amor correspondiente, que leía y releía, como atrapada.

            En cierta ocasión el cosquilleo de su pubis fue tan intenso que quiso apagar aquella especie de cien mil minúsculos ventiladores que, insistentes, enviaban un vendaval de vientecillo ardiente, contra el bosque de su bello púbico. Se levantó y decidida corrió al aparador donde semanas atrás había guardado- no le gustaba que se tirara nada- el aparato para masajes que había pedido por correo su tía.

            Cuando volvió a la cama no pudo oír las campanadas de las dos, porque con verdadera angustia se había apretado aquello contra la vulva y, tras accionarlo, sonaba con un monocorde run-rún.





                                                           III

  Cuando acaba la Carrera de Derecho, Franco estaba agonizando, como también agonizaba  la represión externa que la había  acompañado durante toda la vida.

            Desde aquel día en el pueblo había seguido masturbándose con el Vibrador. Se podía decir que durante toda la carrera su mejor amigo íntimo había sido el vibrador, y exactamente aquel vibrador, que para ella si fue mano de santo, la mano de un santo que le proporcionó el primer orgasmo de su vida.. Algo que no sabía, y nadie le había dicho, que existía.

            Ahora, en el lenguaje más cotidiano, Esther ya sabía que lo que ella usaba cada noche, con cariño inaudito, era lo que la gente llamaba un consolador.



                                                           IV

            Tal vez sea la misma cosa, el que ella llegara a adorar los libros por ser cerebral o el que ella acabara siendo cerebral de tanto adorar los libros. El caso es que todo lo filtraba por una milimétrica red de razonamientos, hasta dejarlo reducido a un esqueleto de lógica.

            Por eso determinó que no le apetecía ejercer de abogada, menos aún ponerse a preparar unas oposiciones y tampoco seguir en casa, al alcance de la mirada cariñosa pero también fiscalizadora, de la familia.

            Se puso pues, plazo para casarse.



                                                           V

            El matrimonio por amor se expone a las zozobras del propio amor y también a las zozobras que ocasionan las características del vínculo. “Mira Esther -le había dicho algún tuno en algún paso del Ecuador- casarse es como si a dos que se quieren les dijeran,¿lo que más deseáis es estar siempre juntos?,pues venga, y les pusieran la misma camisa de fuerza a los dos”.

            Dos personas dentro de una misma camisa de fuerza, eso era lo que ella veía en el matrimonio. Pero tenía que casarse....le apetecía, para resolver el futuro.



                                                           VI

            Por aquellos días cayó en su poder  un cuadernillo de relatos anarquistas, y le llamó la atención, hasta producirle fijación, uno en que se contaba el caso de una chica que estaba  continuamente usando el consolador; entonces los padres la llevan al psiquiatra, que naturalmente dice que está mal de la cabeza y que lo conveniente es internarla; la llevan al manicomio y al ver el diagnóstico, el director da las órdenes oportunas para que le coloquen una camisa de fuerza y así evitar que prosiga con su perversión de masturbarse sin parar. Así lo hacen, le ponen la camisa de fuerza y la dejan en su habitación. La chica, que estaba loca para todo lo que no le interesaba, pero no para su obsesión, se había escondido el vibrador en la vagina, con lo que, aunque a duras penas, consiguió aprender a arrancarlo y pararlo sin manos, pudiendo así seguir en su continuo frenesí. Pasados una docena de días, el doctor satisfecho, lleva a la familia ante la enferma y les anuncia: “¿A que no esperaban verla tan bien? Ha sido fulminante. Apartarla del vicio y aquí la tienen.....Si es que parece otra. Así que se la puede llevar cuando quieran”.



                                                           VII

            El comentario del amigo, el relato anarquista y por encima de todas  las demás cosas, el propio proceso vital de Esther, hicieron que ya que se iba a poner la camisa de fuerza matrimonial ¡que la cogieran dentro con un vibrador!.

            Se trataba pues, esto del amor, de buscar un hombre que hiciera las veces de un consolador. Apreciarle como objeto que resuelve ciertos problemillas, pero nada más.

            Por eso empezó a buscar un hombre-consolador. Y se decía: El buen vibrador debe ser de lujo, por eso el hombre debe tener dinero. Debe ser manejable, por eso debe ser alguien al que pueda imponerle lo que se me antoje. Y debe ser siempre igual para que no haya sorpresas, por eso ha de tener una edad y un físico que no puedan evolucionar a su favor, es decir, que si está achacoso y es mayor mejor. Tampoco de be ser grande, ya que eso de que los consoladores cuánto más descomunales mejor no es más que una fantasía machista, que sea pues pequeño.

            Con estos criterios y con estos razonamientos, Esther buscó marido, y lo encontró. Ella tenía atractivo, labia y presencia, y para lo que buscaba le resultó fácil la operación.



                                                           VIII

            Como siempre que no se aspira a mucho, la realidad fue más gratificante que el propio sueño, y así, Esther se descubrió feliz con  aquel matrimonio cosificado. Su marido le dio consuelo económico, consuelo sexual y consuelo social. No se le puede pedir más a un consolador. Ni se le debe pedir más a un hombre porque, pensaba Esther, si un macho te hace vivir, también te puede hacer morir. Además “vivir”, en cuanto que significa participar y estar en sintonía con la naturaleza, es algo arriesgado y peligroso que no compensa.



                                                           1

            31 de Diciembre de 1999. Faltan unas horas, pocas, para la Nochevieja Fin de Siglo, y acabo de releer, lo encontré de milagro entre unos recuerdos, el cuento que escribió mi padre con el título de EL CONSOLADOR.

            Ya no me acordaba de nada, ni de mi padre, ni del libro, pero al ver cómo están las cosas por casa, me siento impulsada a escribir para que quede constancia no se de qué.

            Mamá Y Ricardo Rodríguez Montañés, preparan entre risas la que será una buena noche de las Navidades, mientras mi hermano, el cariñosón, escucha música en su habitación y prepara alguna de sus agradables sorpresas. Somos felices.

            Ricardo Rodríguez Montañés es mi padrastro, casado en segundas nupcias con mi madre. Mi padre murió hace 7 años, cuando tenía 48. No es que mi madre se casara viuda. Ellos se habían divorciado varios años antes, y fue, estando ambos divorciados, cuando mi madre se casó con su actual marido

            Lo que quiero reflejar y dejar escrito, es la poca consistencia que tienen los sentimientos, todos, desde el amor al odio, sin dejar ni uno de los intermedios.



                                                           2

            La publicación del libro EL CONSOLADOR causó gran revuelo en la pequeña ciudad del Duero donde vivíamos. Sabido es que, al no poder joder la gente todo lo que les pide el cuerpo, van cayendo en una abulia y apatía que por ser antinaturales se rebelan, buscando emociones donde las haya. Ya que no las hay donde las tiene que haber. Por eso alguien puso en circulación la teoría de que mi padre había utilizado aquella narración para ridiculizar a mi padrastro llamándolo objeto, diciendo que sólo servía para ser usado como un consolador.

            Hasta aquí todo mezquino pero normal. Lo tremendo fue cuando en una disputa entre gente del gremio, alguien insultó a mi padrastro llamándolo consolador.

            A aquellas alturas e impulsado por el morbo, el libro se vendía ya como rosquillas, tal vez con la vana esperanza, por parte del comprador de turno, de encontrar algo así como la noche de bodas de Ricardo y mamá, u otras lindezas.

            En casa, lo supe después, se había barajado la posibilidad de la querella, pero mamá se oponía. No por restos de cariño hacia mi padre que no debían existir, sino por temor a que la gente tradujera el supuesto paralelismo en la descripción de Ricardo, con otro aún más descabellado como sería el suponer que Esther tenía algo en común con mi madre, cuestión demencial.

            Pero claro, al saberse ya bautizado como el consolador, Ricardo no tuvo otra opción que presentar demanda.

                                  

                                                           3

            Lo malo fue que mi padre plantó cara. Se le ocurrió decir -en las diligencias previas- que tendrían que demostrarle que Ricardo era un consolador para así poder ser acusado de que había inventado un personaje que se podía confundir con el feliz esposo de su ex –esposa. Y añadió que esa demostración la veía difícil, porque suponer que Ricardo podía cumplir la misión principal de un consolador era surrealismo puro.

            Hubo juicio, tan evidente en los planteamientos, que no se tuvo ni que recurrir a las amistades, múltiples e importantes, que tenían mamá y Ricardo.

            Mi padre aprovecho la vista para poner en solfa demasiadas cosas, con lo que se puede decir que no sólo se puso la soga al cuello sino que incluso tiró de ella.

            Fue su ruina: profesional (el libro fue secuestrado), económica (no pudo afrontar los gastos que todo aquello le ocasionó) y sentimental (la mujer que por aquel entonces compartía con él ilusiones, le dejó porque le pareció que aquel cuento indicaba que él le daba demasiada importancia a algo que ella creía cerrado, zanjado).

            Estuvo 18 meses en la cárcel y recuerdo haberle ido a ver una vez, aunque no se muy bien por qué.

            Ahora, a punto de abandonar un siglo tan ajetreado, empiezo a sentir una infinita melancolía por él. Es esa melancolía que se parece a la pena. Nadie se acuerda de él. Pero no sólo hoy, que pasaron unos cuantos años, sino que una vez que se apagaron los ecos del escándalo provinciano, todas las vidas pasaron a centrarse en otras vidas, para así buscar la vida que les faltaba , y ello con la misma ansiedad y por la misma razón que Drácula bebe sangre ajena porque le falta la propia, ya que está muerto.

            Pero es que ni siquiera mi hermano y yo nos hemos visto perturbados por el menor recuerdo. ¡La vida va muy deprisa!



                                                           A

            Bueno, las cosas claras. Lo que Vds. Han leído hasta ahora es lo que constituye el relato que mi padre tituló El Consolador, por tanto la persona que narraba lo anterior no existe. Soy yo la verdadera hija de mi padre y voy a cantarle las cuarenta aunque esté bajo tierra.

            Fue una gran villanía hacer un relato con morbo y carnaza sólo con el fin de vender unos cuantos ejemplares más, así que le está bien empleado que le emplumaran once meses de cárcel por desacato y mofa del tribunal, y 5 millones de indemnización a mi padrastro como consuelo por la pérdida de imagen que le había ocasionado  la sin vergüenza figura del que me cedió el espermatozoide para nacer.

            Porque esta claro que lo que pretende ser el cuento es algo tan malo y vacío que en modo alguno nadie  puede sentirse reflejado en él. Pero su añadido haciendo como que hablo yo en la Nochevieja de 1999 es evidente que buscaba la provocación abierta y simple, dibujando perfiles que no presentaba la historia anterior.

            Lo que no preveía mi progenitor en su ataque de estúpida vanidad, es que su comentario despectivo ¿cómo no? de la justicia, iba a ser el que más influyera en su fusilamiento judicial y social. No se puede  cuestionar la independencia de nuestra Justicia porque precisamente es lo que más nos costó obtener de esta espléndida democracia..

           

                                                           B

            Conste que la verdadera María, hija de Arturo Antorrena Alarios, e hijastra de Ricardo Rodríguez Montañés soy yo, y las dos anteriores son un par de impostoras.

            El relato El Consolador fue un éxito arrollador, aunque no se sabe por qué. Tal vez por el morbo que lleva dentro. Ello sirvió para que mi padre, que ni se ha muerto ni piensa morirse, nos invitara a sus hijos a dar la vuelta al mundo en barco, mientras mi madre y Ricardo vivían la más feliz de las lunas de miel que imaginar se pueda, porque como le decía él a mi madre: “Por qué me va a molestar que me llamen el consolador si quien me consuela eres tú” .



                                                           C

            Sabido es que estamos en un mundo en que Dios es el dinero, su padre la mentira y el Espíritu Santo el miedo, pero llegar a lo que se ha llegado de decir ellas que son las hijas de Arturo Antorrena Alarios es pura porquería, por no decir mierda, que suena ( y huele) mal.

            Lo que ocurrió tras la publicación por mi padre del relato El Consolador fue lo natural. Se vendieron unos cuantos ejemplares, entre sus amigos. La historia dio un poco que hablar, sobre todo por los añadidos apócrifos y nada más.

            Ricardo estuvo unos días cabreado, y mi madre repitiéndole a todo el mundo :”Si ya os lo decía yo, si es que es....”. Hasta que un día, sin pasar muchos, mi padrastro nos reunió y plantó cara al problema con claridad.

            -“Todo el mundo me recomienda que me querelle contra vuestro padre, demandándole. Y creo que lo voy a hacer, salvo que vosotros (dijo dirigiéndose a mi hermano y a mi) temáis por la suerte de él y prefiráis que lo olvidemos. Sacrificar mi honra, bueno mi honrilla, por los hijos de la mujer que adoro es lo menos que puedo hacer”

Le pedimos que no llevara el caso al juzgado y él se sintió premiado con el título de caballero y persona ejemplar.



          D

Evangelina Antorrena Seisdedos soy yo, como puede atestiguar mi carnet de identidad, y todo lo escrito con anterioridad no son más que sandeces, pues nunca una narración creativa ha dado problemas, como apenas las han dado las autobiografías en cuanto que podían molestar a personajes reales existentes.

Se dice que todo escrito tiene algo de la propia vida del autor.

¡Qué más quisieran los autores!, por ejemplo, en este relato, que no dudo que le hubiese encantado a mi padre que fuese real, no hay ni brizna de verdad; bueno, salvo un dato, es verdad que él murió a los 48 años, pero fue contra su voluntad.



                                               E

            Acabo de venir de vomitar tras leer tanta basura. El autor de  El Consolador no era mi padre, cuyo nombre legítimo es Zacarías Zapatero Zambrano, si no otra persona que le copió la idea a mi padre.

            Un día mi padre le contaba al Sr. Antorrena que si le gustaba escribir que lo hiciera, y que no se preocupara si no le editaban nada. Que en ese caso lo hiciera él; eso tenía la ventaja de que podías soltar un mitin sin que se notara que el salón estaba vacío o decirle a cualquiera cualquier burrada sin oler a estiércol.

            Se ve que el usurpador ha utilizado el noble arte de la escritura para divagar en vez de para narrar algo ameno y chocante.

            Sólo me queda el consuelo de tener la certeza de que mi padre es inocente. Claro que menudo consuelo, para eso es mejor un consolador.

   

                                                           Autor: Pacomolina


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