Posiblemente, en periodos anteriores, la
violencia doméstica era eficaz en un principio, y triunfaba la doma.
La mujer se doblegaba. La mujer se plegaba y la armonía del hogar se basaba
en el sufrimiento atroz de la esposa o su adaptación al infierno.
También
ocurría en tiempos pasados que el mismo discurrir de la vida tenía postradas a
las señoras en casa, transmutadas en madres y únicamente en madres, sin
autonomía ni para sentirse hembras.
Ahora los
tiempos han cambiado, y las costumbres, usando un lenguaje reaccionario,
podríamos describirlas como licenciosas (dentro de lo más natural).
Y
dentro de esa naturalidad y avance social, la mujer trabaja fuera de casa,
viaja, va a la moda, opina, conoce gente, ve en el propio salón de casa
películas escabrosas y se casa por amor.
Pero todo
esto es un inconveniente para que el macho de la pareja conserve su poder de
seducción, o incluso su poder a secas.
Todo esto propicia situaciones de infidelidad.
Sea esta real o simplemente imaginada por la cabeza de quien va ser
desbancado en la posesión de su mujer-objeto-chollo.
Y así, quien va a
perder privilegios, en esta revolución doméstica en marcha, reacciona
con violencia para evitarlo (no en vano, la mayoría de los crímenes se cometen
en procesos de separación, esté o no consumada ésta).
El castigar
la infidelidad- la pérdida de su mujer objeto- es el móvil del crimen.
Eso es
lo que pasa por la cabeza del asesino.
El dolor que produce esa pérdida (se
insiste, real o imaginada) está metido
hasta lo más profundo en el celoso.
Y lo trastorna, hasta el punto de
despreciar, en el momento del arrebato sangriento, su propia vida e incluso la
de sus hijos .
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