Revolución doméstica
La violencia
doméstica, es decir todos los actos que abarcan desde un mero reproche en la
pareja hasta el asesinato de un gran
número de mujeres por quien fue su hombre, constituye un fenómeno social
que hay que estudiar sin miedo.
No basta con analizar sólo y por separado los crímenes
que se cometen, y menos considerar estos como obra de seres ajenos a lo que
consideramos la normalidad.
Lo mismo que
no basta con aplicar medidas preventivas, protectoras o compensadoras.
Síntoma de una revolución
Aunque el
conocido principio de que la violencia es la partera de la Historia, no
tiene por qué ser siempre cierto, hasta ahora sí lo ha sido.
Meditemos pues
sobre el porqué de esa violencia que históricamente acompañó cada proceso
revolucionario, y nos será más fácil entender lo que hay detrás de la violencia machista.
Suele caerse
en el error de considerar que quien genera violencia, en una revolución, es la
parte social que lucha por los cambios que modificarán el orden establecido a
su favor.
Es decir, se piensa que aquel a quien beneficia un cambio
revolucionario es quien genera la violencia.
Pero no es
así. Es justo al revés. El sujeto violento siempre ha sido el sector social
que, como consecuencia de esa modificación del orden imperante, ha pensado que
perdía privilegios.
Todo el mundo puede encontrar entre sus conocimientos
ejemplos de cambios revolucionarios en los que al principio no hubo violencia,
y que sin embargo, cuándo se pudo reorganizar el sector perjudicado, todo
acabó en inusitados derramamientos de sangre.
Pues bien, en
la estructura de pareja, cuando ésta
amenaza deshacerse, quien siente
que pierde ventajas es el macho que la integra.
Se rompe para él un orden
establecido que le favorecía, y, rabioso, trata de mantenerlo con malos
tratos. Hasta que impotente en muchos casos, opta por la venganza cruel y sin
límite.
Se minimiza mucho este asunto, cuando por
otro lado es fundamental aceptar que lo ocurrido tuvo que ver con un problema
de celos.
Fijémonos por
tanto en ellos.
Los celos se generan porque quien los sufre considera que ha
sido, está siendo o va a ser engañado, y en consecuencia, que será abandonado
por el otro.
Que su mujer se va a ir con otra persona, es lo que vive en su
interior el celoso.
Lo mismo
ocurre con la mujer y sus celos. Pero habiendo sido ella, históricamente, el sujeto paciente en la
estructura de pareja, su reacción no va a ser de violencia física.
Comprender
esto es esencial para todo lo que sigue, siendo también muy importante el
entender que lo de menos es que sea real la infidelidad de la mujer,
porque verdadera o imaginaria, en la mente del celoso se vive como cierta.
Por tanto,
estamos ante un hecho incuestionable. La maltratada o asesinada lo es por haber
sido o podido ser infiel, ya que así lo cree su amo y señor.
Que hoy los
emparejamientos se produzcan por amor, es decir que el contrato de fidelidad
se haga libremente, agudiza, en vez de resolver, el problema, ya que en cuanto
se atisba un rasgo de infidelidad se presiente el abandono, y por tanto la
ruptura del contrato.
Y esto es
imperdonable según el código machista, por honor, y sobre todo por egoísmo.
La
situación que proporciona al hombre la estructura de pareja le garantiza ración de sexo, hijos si le vienen bien y
ventajas materiales de todo tipo.
Y todo eso, pero más que nada, la ración
garantizada de placer, si se pierde, trastorna a quien hasta entonces vivió
esas innegables ventajas, esos privilegios. Cualquier mujer sabe cómo se
pone él si ella le niega sexo.
Fijándose en
las culturas menos evolucionadas, todo lo dicho se ve perfectamente sin mayor
esfuerzo mental.
Y sobre todo, tenemos una evidente muestra de la trascendencia
de la fidelidad en la institución de la pareja, en que en muchas latitudes a
las niñas, para que sean buenas como esposas, es decir fieles, se les quita el
clítoris.
Y en nuestra cultura, en el ritual del matrimonio civil, ¡incluso en
él!, se pide a los contrayentes fidelidad.
Del libro LA ESTAFA SEXUAL de Paco Molina, que busca editorial desesperadamente.
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