Lo que sigue
podrían ser dos apartados, fundidos en uno sólo, que se titulara
cualquiera con cualquiera.
Pero con el fin de analizar todo mejor,
vamos a ver cómo a la mujer, la casualidad, la ha programado para que le guste cualquiera,
y al hombre para que le gusten todas.
Volvamos con
la reproducción de las plantas.
Pensemos
en la flor que recibe el semen de otra. Es obvio que esa flor hembra
o receptora no debe poner ninguna pega a la llegada del elemento fecundador,
porque de ser así, estaría incordiando, estaría rompiendo la cadena de
acontecimientos que desembocan en la procreación .
Traslademos
ahora nuestro razonamiento al caso de la hembra de la especie humana.
¿Sería
lógico que ésta no estuviera facultada para recibir el semen de cualquiera?
¿Sería natural que sufriera un extraño proceso por el cual viviera todo eso con
un cierto grado de intransigencia, seleccionando o limitando o prohibiendo,
como ustedes quieran, la llegada a su útero de determinados sémenes?
Desde
luego, que estén habilitadas para distinguir un semen de otro, a nadie parece
ocurrírsele.
Pero
entonces, la ventaja de no ser capaz de distinguir el semen de un
macho del de otro (en la vagina se entiende), se perdería, para la
reproducción, si ocurriera que sí
fuera selectiva (exigente) y actuara como un filtro, dando permiso
sólo a determinados varones para depositar sus espermatozoides en ella.
Considerar
esa posibilidad resulta acientífico y grotesco.
Queda pues visto que,
afortunadamente, no nació hembra con ningún criterio de selección de
amantes.
Aceptado,
salvo querer desbarrar, que no hay ningún dispositivo interior en la
mujer para ser selectiva con la procedencia del semen, tampoco sería científico
considerar que tendría sentido ser selectiva, y muy exquisita, respecto a «la visita» de este
u otro macho en concreto.
Es decir, la mujer, de tener alguna disposición,
tendría la de que puede aceptar el galanteo o intento de ligue de
cualquiera. Cualquiera puede ser soportable para ella a efectos de hacer el
amor.
Pero,
recordando que el instinto de reproducción no existe y que sí existe el de placer, debemos deducir
que la hembra de la especie vive su instinto de manera que cualquiera le
puede dar placer, cualquiera le puede resultar aceptable, cualquiera le sirve.
De no ser
así, todo resultaría disparatado y no creíble.
Aceptemos, por reducción al
absurdo, que verdaderamente exista el amor (en la versión que lo venden) y
que realmente nuestras mujeres fueran incapaces de sentir placer con el primero
que pasara.
Entonces, si necesitaran, para volverse locas, dar con un
cierto macho y no otro, resultaría que si el amor de su vida estuviera a
miles de kilómetros y no lo llegaran a conocer, nunca aceptarían a nadie
distinto, porque percibirían dentro de sí una repugnancia, o como mínimo una
indiferencia ante propuestas del tipo “démonos
placer”.
Y ese tener que esperar al príncipe azul habría puesto en
riesgo un gran número de nacimientos. Es decir, si las cosas hubieran sido
desde siempre como nos dicen ahora que deben ser, no existiríamos.
Es muy
importante que quede claro que el instinto que existe es el de placer. Y que
ese instinto es independiente de la procreación (que no es ningún instinto).
Del libro LA ESTAFA SEXUAL, de Paco Molina, que busca editorial desesperadamente.
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