LA
RELIGIÓN DE LAS GUERRAS
Hasta ahora , en
cuanto te descuidas te cuentan eso de las «guerras de religión», desde las
cruzadas hasta el fundamentalismo islámico natural, pasando tal vez por las trifulcas
de una ignota tribu de África contra otra ignota tribu de la misma África por
un quítame allá un hechicero.
Pero ¿y qué decir de
la «religión de las guerras»?
Porque existe eso,
no se dude, una religión, una veneración, un misticismo de la guerra.
En torno a ella hay
dogmas (escritos y no escritos), hay culto (desfiles, discursos, hábitos), hay
sacerdotes (oficiales, suboficiales y generales de la OTAN), hay místicos (los
secretos de Estado son prácticamente todos de esa hornada, hay por tanto
iniciados que están en el ajo y otros sólo son creyentes), hay metafísica
(morir por alcanzar la gloria es un mensaje ¡hasta de intelectuales!), e
incluso hay cuaresma (la mili).
El dogma fundamental
y central de la religión de las guerras es MATAR o EXTERMINAR al enemigo.
El siguiente puede
ser no rendirse o en su defecto no dar el brazo a torcer.
Hay luego otro dogma
o ley de uso interno que proclama como bien superior, supremo e irrenunciable
el hecho de que ante todo debe prevalecer el principio de autoridad.
La religión de las
guerras, como todo invento espiritual humano, nace de los defectos del género y
por tanto se instala por igual o con igual facilidad en todas las latitudes,
puesto que la diferencia de razas es sólo apariencia externa respecto a lo
fundamental.
Así pues, en EE.UU.,
China, Japón o Senegal la religiosidad bélica produce los mismos
comportamientos o tendencias, e incluso los mandamientos a cumplir y a hacer
cumplir son los mismos, coma más o coma menos.
Ejemplo va: En
Occidente siempre se ha presumido respecto del resto del mundo (unos bárbaros,
por Dios) de que aquí la persona, como individuo, era sagrada, que aquí ante
todo el ser humano y luego lo demás, la sociedad, la productividad, la
colectividad.
Sin embargo, y como
contrapunto a lo pregonado, hace unas semanas fue polémica el hecho de si el
último secuestrado por ETA «tenía derecho» o no a pagar (él o su familia) un rescate que
la devolviera «a la vida».
Resulta que los
santones de la individualidad, del ante todo cada ser humano en particular y
luego lo demás, del que la persona no sea aplastada por el Estado, han
defendido sin ningún tapujo que la víctima debía aceptar su sacrificio en aras
de la colectividad (¡la religión de las guerras exige, como toda religión,
sacrificios al Dios eficacia-bélica).
Pero, ¿en qué
quedamos, no es primero Fulanito de Tal y luego lo otro? ¿No ocurre que en
defensa propia está permitido hasta matar, cómo no va a estar permitido pagar?
¿No es cierto que es mejor resolver un mal real que prevenir siete probables,
pero afortunadamente no reales?
En definitiva, lo
que se pide al prohibir (¡sobre todo moralmente!) pagar, al prohibir la defensa
propia, con el argumento de que eso favorece al enemigo y luego va a propiciar
más muertes, es pura y simplemente el estar considerando a la sociedad por
encima del individuo así que a ver si se aclaran los liberalillos de salón.
Porque además,
ordenar resignación cristiana y confianza ciega en la eficacia de las fuerzas
del bien para rescatar a la víctima es el colmo de muestra de lo que es un acto
de fe pedido en nombre de la religión de las guerras.
(No te preocupes
como no se preocupan las avecillas del cielo, Dios proveerá, así que aguanta
para evitar males mayores).
La religión de las
guerras también propicia fanáticos que sólo se obsesionan por salvarse ante su
sumo-general.
FRANCISCO
MOLINA. Publicado en El Norte de Castilla el 23 Abril de 1990
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